LOS BOULEVARES, LAS VACAS Y PARIS
Cuando uno llega a un monte virgen y se convierte en uno de sus primeros habitantes puede contemplar la increíble transformación que produce el humano en un hábitat natural. 
En menos de un año y medio, aquello que era un lugar deshabitado y salvaje, ahora tenía varias casas con sus terrenos delimitados por prolijos alambrados y precisos ángulos rectos. Los primeros que notaron el cambio fueron los animales. Al principio, mi casa era la única y al no tener siquiera alambrados fue incorporada como algo más del monte. Por la noche solían pasar las vacas de camino a la laguna por alrededor de la cabaña. Alguna que otra apoyaba incluso su cabeza contra la ventana empañando el vidrio con el soplido de su respiración. Durante un mes que estuve de viaje, dos lechuzas entraron por un ventiluz e hicieron su hogar dentro de mi cabaña. Por las mañanas, apenas salía el sol, grupos de gallinas salvajes (que parecían velociraptors en miniatura) pasaban delante de mi puerta hablando con extraños sonidos entre ellas. Nunca supe de donde venían ni hacia dónde iban. También ocurría que a veces dejaba sobras de comida afuera y por la noche venían las comadrejas y los cuises para hacerse el festín. Pero entonces un lugareño me dijo que eso era muy peligroso. No por las comadrejas ni por los cuises, si no por las víboras. Estas, al descubrir que esos animales se juntaban periódicamente a comer en un lugar preciso, se instalaban silenciosas en las cercanías para devorarlos en algún descuido. Y entonces:… “las va a tener a las víboras siempre alrededor de la casa, ¿vio?  Con usted no se van a meter, pero no es cómodo andar con ellas cerca, uno nunca sabe cuando tienen un día atravesado y son muy venenosas”
Así era el panorama  cuando llegué y era el único habitante, pero pronto empezó el gran desmonte y al mismo tiempo que aparecieron los alambrados, desaparecieron los animales.
Ante nuestro avance como “civilización”, los animales se alejan. Al campo, a la montaña, a la selva o al bosque, no importa. Se alejan, se relajan y se dejan caer de nuevo en la naturaleza. Toman distancia, porque si bien tienen su idea del “territorio” y lo defienden, desconocen el concepto del “alambrado”.  El “territorio” es el lugar natural en donde ellos consiguen todo aquello para la subsistencia, va variando con las migraciones de su alimento o las distintas temporadas de las pasturas y los ríos. El alambrado es algo estático, una imposición de leyes humanas que la naturaleza y el cosmos desconoce, quizás más ligado al temor de perder “algo”.
¿Quizás por eso el hombre se concentra hasta hacinarse en lugares bien delimitados? ¿Será para sentir amparo ante la imposibilidad de demostrarse que puede tener un territorio allí donde vaya?
Pero volvamos a la naturaleza. Luego de desplazar a los animales y a la flora autóctona, el homo sapiens comienza con otra lenta selección: La del humano “que saca” al humano del poblado. Pero no es “cualquier humano” el que expulsa de la ciudad a “cualquier humano”.
Paris, 1852, estamos en los días del Segundo Imperio. El emperador Napoleón III piensa que es necesario realizar un cambio radical en el trazado urbano de Paris. Gran parte de la ciudad tiene un “diseño medieval de calles angostas y serpenteantes”. Generalmente esto ocurre en los barrios en donde están los vecinos de menos recursos. Allí viven hacinados y en condiciones sanitarias que facilitan las epidemias ya que entre otras cosas, deben echar las aguas servidas a las estrechas calles ante la falta de desagües o cualquier otro sistema parecido a una cloaca.
Entonces el emperador se reunió con el funcionario George Haussmann y le dijo de manera tajante: “Hay que limpiar Paris”. Cuentan que acentúo la palabra “limpiar” con un arqueo de cejas a lo cual Haussmann asintió con un asimétrico gesto de su boca.
Haussman tomó un plano de la ciudad y comenzó su trabajo trazando líneas de un lado a otro. Al terminarlo no había quedado ni una “de las serpenteantes y angostas calles medievales”. Tampoco se podían encontrar rastros de los barrios bajos, y menos de sus habitantes quienes habían sido “gentilmente” mudados a la periferia de la ciudad.
La nueva Paris estaba cruzada por amplios y elegantes boulevares, rodeados de árboles, y jardines con bonitas veredas en donde uno podía encontrar los mejores cafés y las tiendas de moda. Además recorriéndolos, uno podía ver una exquisita estructura edilicia que mantenía una armonía en diseño y altura.
Pero este cambio no obedeció nada más  a una segregación encubierta, disfrazada de cuestión estética y sanitaria. No. Napoléon III tenía un motivo oculto. En los años 1830 y 1848 estallaron dos revoluciones en Paris. Durante aquellos eventos el pueblo tomó la capital a golpes de barricadas. En la última hubo unas 1500 y así, con las calles cortadas y tomadas, los “revoltosos” consiguieron paralizar la ciudad para poner en jaque “al poder”.  Y Napoleón III pensó: “Ahora el poder soy yo”. El sabía muy bien que una barricada solo se podía construir físicamente en una calle angosta. Por eso, en la nueva París, las calles deberían ser lo más anchas posibles. Esos boulevares permitirían el rápido movimiento de las tropas imperiales para reprimir a los “potenciales sublevados” que ahora estaban “reubicados” en la periferia de la ciudad. Además estas anchas avenidas estaban conectadas con los ferrocarriles. De esta manera, si las fuerzas del orden parisinas eran superadas, podían llegar en su apoyo y rápidamente por el tren, las tropas de refuerzos del interior de Francia . Era todo perfecto. Un mundo en orden y feliz.
Pero hubo algo que quizás no tuvieron en cuenta ni el emperador, ni Haussman, ni la feliz burguesía que aplaudía a la nueva ciudad: De la misma manera que las tropas se podían mover rápidamente para ir a reprimir a los suburbios, ahora también los habitantes de esos distritos podían acceder fácilmente, por esos mismos boulevares, al centro de París de manera directa y en pocos minutos. O sea, que a la vez, se había abierto un gran canal por el cual podían ir y venir a su gusto aquellos que habían sido marginados por el proyecto Haussmann y Napoleón III.
Si hacemos un paralelo a nuestros días podríamos hacernos una interesante pregunta: ¿No pasó lo mismo con el “proyecto internet”? ¿No es internet el un gran boulevard del siglo 21? 
“Internet”, en principio, fue un elegante y fluído “canal” pensado para el uso de una elite. Pero por ese canal comenzaron a pasar cosas extrañas: Por ejemplo, que un chico toba del Chaco conozca a uno de Madrid y juntos puedan entrar a un salón virtual del museo del Louvre y discutir sobre si la mirada de la Gioconda es más enigmática que su sonrisa. Eso a muchos no les gustó. Y para colmo de males, en poco tiempo ese distinguido boulevard se llenó de millones de habitantes de los suburbios que se movían de forma anárquica y azarosa por sus veredas, cafés, tiendas y plazas
Muchos se preguntaron qué hacer. Alguien sugirió que había que concentrar ese caos para no perder el control. ¿Pero cómo lograr manipular a tantos millones de personas tan dispersas y tan diferentes? ¿Cómo hacer para meterlos dentro de unos alambrados que a la vez no debían desentonar con la arquitectura del Gran Boulevar? 
Entonces alguien desarrolló una idea tan simple como perversa y funcional y así creó… “Las Redes Sociales”.
El nuevo gurú ciber Haussmann profetiza: “Pasearan por el Gran boulevar, si, pero por donde nosotros les digamos. El precio será revelarnos qué piensan, en dónde estuvieron, quienes son sus amigos, que idea política tienen y cuáles son sus deseos… de esta manera, nos será muy fácil domesticarlos y para domesticarlos les brindaremos el poder de indignarse con solo apretar una tecla y  les haremos creer que son verdaderos revolucionarios aún sin poner un pie fuera de sus casas”
Hace unos minutos que amaneció. Es la mejor hora para salir al jardín. Aunque aún yo no he puesto ningún alambrado, tengo la casa rodeada porque heredé los que han colocado mis vecinos que son más prolijos. El único que me falta es el que da a la calle. Justamente allí está él parado: Un gran toro negro. Me mira como calculando algo. Pienso por un instante que sería grandioso que intentara embestirme.

Pero solo me mira. Toma aire profundo, se da vuelta y se va... dejándome absolutamente desamparado en mi jaula.


Boulevard des Capuchines
Pintado por Claude Monet en 1874

1 comentario:

  1. Hermosas pinceladas del entorno del autor, que de manera muy fluída se conecta con su mundo interior. Sólido relato.

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